viernes, 22 de octubre de 2010

Hum

A veces sufro porque sufrir es de gente irracional
y yo soy racional
y sufrir no es lo mío.

Y me alejo del mundo y al mundo no le importa.

lunes, 15 de febrero de 2010

Auguries of Innocence

William Blake

To see a World in a Grain of Sand
And a Heaven in a Wild Flower,
Hold Infinity in the palm of your hand
And Eternity in an hour.

jueves, 28 de enero de 2010

Elegía elogiosa

No es como si pudiera expresar por escrito lo que Salinger hizo por nosotros, los individuos disfuncionales. Tampoco podría hacerlo oralmente, y sin duda no de forma emotiva.
Jerome David Salinger ha muerto, y sin embargo nosotros, que nos parecemos tanto a Holden, seguimos vivos y despotricando sobre lo que nos rodea. Que así sea: buenas noches, dulce príncipe.

miércoles, 27 de enero de 2010

Cesarión

Konstantinos Kavafis

En parte para verificar las descripciones de un período,
en parte para distraerme un rato,
anoche cogí y comencé a leer
un volumen de epígrafes de Ptolomeo.
Las exageradas loas y alabanzas
son siempre iguales. La gloria sucede a la gloria,
todos famosos, fuertes, llenos de nobles hazañas;
cada uno de sus actos la cumbre de la sabiduría.
E igual con respecto a las mujeres,
cada una posee la fama de Berenice o de Cleopatra.
Cuando hube rememorado mis recuerdos del período,
habría dejado caer el libro
si una breve e insignificante referencia de Cesarión
no me hubiese inmediatamente detenido.

Ah, ahí estás, con tu indefinido
encanto. En la historia hay tan sólo
unas pocas líneas sobre ti,
de modo que puedo moldearte más libremente en mi pensamiento.
Puedo hacerte bello y sensual.
Mi arte da a tu rostro
un atractivo bello y soñador.

Y tan completamente te he imaginado,
que ayer tarde cuando se apagó
mi lámpara -la dejé apagarse-
creí que entrabas en mi aposento,
parecías estar de pie frente a mí como cuando
entraste en Alejandría al ser conquistada,
pálido y cansado, idealizado en tu dolor
aún esperando que tendrían piedad de ti
los más bajos -aquellos que murmuraban “Demasiados Césares”.

martes, 26 de enero de 2010

Retazos inconexos: Luz, más luz

La luz, que había tardado ocho minutos en llegar desde el Sol -a unos ciento cincuenta millones de kilómetros-, pasando al lado de las órbitas de Mercurio y Venus, cortando la nada como una expedición polar corta el hielo, atravesó una atmósfera compuesta mayoritariamente por nitrógeno, y depositó en la Tierra sus colores.
En algún momento de su corto periplo, mientras convertía una madrugada azul oscuro en una mañana gris, un alumno que estaba sentado en la ventana de su clase de dibujó técnico advirtió algo curioso y, aunque en el fondo sabía que no, nuevo: la luz se había descompuesto, y ahora su espectro recorría el cielo entre diminutos prismas acuosos.
-Vaya, un arco iris -dijo, a nadie en particular.
Silencio.
-Impresionante, creí que nunca volvería a ver uno. Este curioso planeta cada día me sorprende más y más -se dejó oír al fondo.
El profesor de dibujo, sin embargo, se levantó, y caminó hacia la ventana. Era artista, un pintor reconocido que había rechazado dar clases de arte para enseñar dibujo técnico y, en sus propias palabras, luchar contra la mediocridad artística contemporánea -no participando en la producción en masa de artistas.

viernes, 22 de enero de 2010

A bird came down

Emily Dickinson

A bird came down the walk:
He did not know I saw;
He bit an angle-worm in halves
And ate the fellow, raw.

And then he drank a dew
From a convenient grass,
And then hopped sidewise to the wall
To let a beetle pass.

jueves, 21 de enero de 2010

La Balada de Mackie el Cuchillero

Und die einen im Dunkein
Und die anderen sind im Licht
Doch man sieht nur die im Lichte
Die im Dunken sieht man nicht

Y unos están en la oscuridad
Y los otros están a la luz
Pero sólo vemos los que están a la luz
A los que permanecen en la oscuridad no se les ve


(Die Moritat von Mackie Messer, Bertolt Bretch)



Los tiempos cambian.
Recorro las calles de esta pútrida ciudad mientras el alumbrado eléctrico zumba en mis oídos. Avanzo a paso veloz entre vagabundos ávidos de alcohol, entre damas de pequeña virtud y proxenetas, entre opiómanos. Avanzo entre lo más detestable de la sociedad. Entre delincuentes, asesinos, ladrones, violadores.
Avanzo entre románticos.
La calle hiede a vómitos, el suelo está pegajoso. Paso a la izquierda de una deposición demasiado grande para ser de perro. Dos ancianos se están peleando por una botella, allá delante.
Uno de ellos tiene cogido al otro por el cuello mientras el otro le da pataditas. Evidentemente, están ebrios.
El alumbrado escasea por esta zona. Las lámparas que aún restan están rotas, lo cual, sumado a las altas casas, contribuye al hecho de que la noche parezca aún más tétrica.
Huele a alcohol, a vino barato. La clase de vino que compras en una taberna de poca monta por casi nada. El viento zumba en la calle, haciendo sonar su peculiar melodía.
Los vagabundos ya se van a sus portales, como llamados por una terrible voluntad, o se acurrucan en grupos para pasar la fría noche. No hay enamorados por estas calles.
El viento me empuja, lo cual me resulta agradable, y me dejo llevar, me abandono a su poder.
La calle está oscura, de tanto en tanto uno se puede topar con alguna hoguera alrededor de la cual se apilan vagabundos huyendo del frío, contando historias, compartiendo bebida, acurrucados los unos con los otros.
Paso a su lado como una sombra, no reparan en mí. Eso está bien.
Uno de ellos saca una harmónica y se pone a tocar. Los otros le acompañan batiendo palmas. Algunos se levantan a bailar.
La música me resulta familiar, pero no me paro, sigo caminando. Suena a música barata, a música simple.
Suena a pieza de tres cuartos. Y, sin embargo, suena bien.
Un gato pasa ronroneando a mi lado y se frota en mi pierna. La música deja de sonar, y da paso a gritos de alcohólicos furiosos. Se oyen cristales rotos.
La noche cada vez se cierra más, y los grupos de vagabundos se van sucediendo, uno tras otro. Veo también varios vagabundos en portales, solitarios, con una botella a su lado. Algunos duermen, otros sollozan, otros están demasiado ebrios, algunos, sencillamente, están muertos. Todos quieren sobrevivir a la noche, a la fría noche, la mayoría lo consigue, pero otros muchos no.
Esta es Alemania, la Alemania oculta, la Alemania de los cabarets, la Alemania de los años treinta, la Alemania deprimida. La mayoría de los vagabundos habla de las fortunas que tenían antes de la guerra, viejos lobos de mar que perdieron el empleo.
De eso han pasado ya catorce años, y Alemania sigue deprimida. Algunos fingen entender la política, la mayoría le echa la culpa a los judíos.
Los tiempos cambian, y yo camino entre románticos.
Son lo más deleznable de la sociedad, la misma sociedad, que hace a penas treinta años atrás, los mimaba. Eran independientes, valientes, aventureros. Eran pobres, sin duda, pero lo podían llevar con orgullo.
Ahora no. Los tiempos cambian. La mayoría son viejos, ancianos obcecados en ideales estúpidos. El Imperio se acabó con la guerra. Ya no hay 2º Reich, ni Alsacia, ni Lorena, ni Káiser. El gran Bismark ya no está.
Ahora ya no sólo son pobres, ahora son basura.
Y yo no soy diferente. Soy un vagabundo, soy un romántico. Soy un pintor sin éxito. No soy un hombre honrado. No necesito ser rico, no necesito rodearme de gente falsa. Necesito rodearme de gente de verdad.
Me crié en el campo, en una casita bastante cómoda. Yo era hijo del pastor de una iglesia luterana. Me crié con el cariño de mi madre, y la severidad de mi padre. Ya desde pequeño me gustaba dibujar, mientras mi madre tocaba el piano en el salón.
Recuerdo que muchas veces mi padre se enfadaba conmigo por salir a correr por el prado, en lugar de atender a mis tareas.
Eso fue antes de la guerra, llamaron a mi padre al frente, y yo y mi madre tuvimos que irnos a la ciudad. Buscamos alojamiento en casa de mi abuelo materno, un hombre hecho a la antigua. Yo contaba entonces cinco años.
En 1917 recibimos la noticia de que traían a mi padre desde el frente oriental, por su brillante comportamiento defendiendo Prusia Oriental de los rusos.
Lo que no nos dijo el mensajero era que su valentía consistía en haber perdido una pierna y, por lo tanto, ser inútil al Reich.
Lo indemnizaron, y con ese dinero nos compramos una casita en la ciudad, para ir tirando.
Me pagué los estudios de arte con el dinero que mi padre sacaba de la contabilidad, puesto que era bueno en matemáticas.
Poco tiempo después, con su muerte, dejé los estudios e intenté sostener a mi madre con el dinero que ganaba en el trabajo y con la venta de cuadros, pero no era suficiente.
Hace una semana, mi madre murió de tuberculosis. Me echaron del trabajo, y mis cuadros no vendían.
Los tiempos cambian, y ahora estoy aquí.
Pero no recuerdo por qué.
Sigo caminando, sin detenerme. Sigo caminando entre la Alemania deprimida. Atrás quedan los elegantes señores con sombreros de bombín, atrás las damas con pamelas, atrás quedaron los sombreros de copa, los elegantes abrigos; atrás quedaron los ideales, el amor, la pasión.
Atrás queda el Romanticismo.
La única pasión de un hombre es ahora su trabajo. El dinero.
Llego a la puerta de un local de alterne. La música llega desde su interior, y las ventanas desprenden la única luz de toda la calle. Me detengo.
La música sale de su interior como el agua fluye por el delta de un río. Despacio, y con poca intensidad.
Abro la puerta y, por un momento, la luz me resulta cegadora. Entro y cierro la puerta tras de mí, nadie parece haber reparado en mi presencia.
El local está cargado de una atmósfera irrespirable que dificulta la visión. Por un instante siento como miles de partículas de humo entran por mis fosas nasales. Los ojos escuecen. Por lo que alcanzo a ver, el sitio está lleno.
Me siento en una mesa al lado de un señor ya mayor, desde donde se puede ver bien el escenario, pero apartada del grupo general de gente.
En una tarima entre la niebla se encuentran dos hombres, uno tocando el piano y el otro cantando. Reconozco la melodía, la que estaba tocando aquél vagabundo con la harmónica.
Ahora me acuerdo, ahora la reconozco.
La Balada de Mackie el Cuchillero.
Música barata, música simple, y, sin embargo, me encanta.
Me fijo en un grupo de jóvenes sentados unas mesas más allá. Parecen muy animados, pues ríen y hablan mucho. Están rodeados de una especie de aire de superioridad. Van bien vestidos, no es ropa muy cara, es como una especie de uniforme. Mi mirada se fija, esencialmente, en el que parece más mayor del grupo, que contará a penas con veinte años, de pelo rubio repeinado hacia la derecha.
La música balada termina, y todo el mundo aplaude, menos yo, el anciano que hay a mi lado, y el grupito de jóvenes. De hecho, los jóvenes parecen bastante molestos por la música, aunque se limitan a refunfuñar.
Oigo una voz grave, que parece ir dirigida hacia mí. Me giro, y resulta ser el anciano. Le pido que, por favor, me repita la oración.
Me dice que esta música no es como la de antes. Esta música no está mal, no ésta en concreto, pero que ya no hay buena música, ni buena escultura, ni buena pintura. Que el arte ha degenerado con la llegada del nuevo siglo, y la guerra. Antes la música trataba de temas poéticos, pero ahora no. Canciones que tratan sobre asesinos y violadores, atracadores de bancos.
Los tiempos cambian, me dice. Cuando él era joven, aún antes de la guerra, la música era buena música, las mujeres eran más castas, y los hombres menos viciosos. La sociedad ha degenerado, dice.
En 1914, cuando estalló la guerra, la gente salió a las calles a mostrar su apoyo y su contento. Estaban felices, las calles estaban abarrotadas de gente feliz, pero era una felicidad histérica, una felicidad insana. Él estaba allí, y no podía comprender el porqué de tanta felicidad. Había estallado la guerra, por amor de Dios. La gente corría a alistarse en el ejército, y no esperaban que se les llamase a filas. Las calles estaban llenas de risas, y de anticipaciones de victoria.
Era alegría, pero era la alegría del odio. Era una alegría causada por la gente unida al odiar a alguien, por eso era tan incomprensible, tan horriblemente siniestra.
Sus mejores amigos también participaban de esa alegría, pero él no fue capaz. Tuvo la suerte de que no lo llamasen a filas, y no se alistó. Aquello le valió el título de cobarde, pues su hermano menor, y todos sus amigos se alistaron. Su prometida se avergonzó tanto de él, que lo abandonó. Su familia lo repudió.
Entonces tuvo que abandonarlos, me dice, abandonarlos y vivir en las calles. Consiguió un trabajo mal pagado, pero que le permitió alquilarse una casita en uno de los suburbios.
Cuando acabó la guerra, la gente volvió a salir a las calles. Los supervivientes del 1914 volvieron a salir a las calles, pero ya no estaban felices, habían comprendido que habían sido derrotados.
Por eso, me dice, le preocupa tanto ese grupo de jóvenes, porque le recuerdan a la alegría de inicios de la guerra. Son del partido Nacional Socialista. Porque tienen esa especie de alegría del odio, esa alegría producto del odio profundo.
Y teme que eso sea peligroso, que vaya a más.
Me doy cuenta que apenas he asentido durante toda la conversación, la gente se ha ido yendo, dejando el local un poco más vacío, y la atmósfera más respirable. El grupito de jóvenes sigue allí sentado, ajeno al resto del mundo.
Teme que haya problemas, me dice de pronto.
Problemas, sí, problemas. Eso se acerca un poco al propósito por el que he venido, pero no sé muy bien por qué.
Le digo que me voy a ir un momento al baño, y me dice que siente molestarme. Le digo que no pasa nada, que me encanta la política.
Me levanto y avanzo entre las brumas y las mesas. Paso cerca del grupo de jóvenes, y el chico del pelo rubio repeinado me mira por un instante.
Llego a la puerta del baño, y entro. Vaya, un baño con cisterna, qué lujo. No hay nadie. Echo el cerrojo y me siento en la taza.
¿Qué he venido a hacer aquí?, me pregunto.
Desde donde estoy sólo se ve la puerta de madera ya carcomida. Sólo he venido a respirar una atmósfera más respirable, y a poner orden en mis pensamientos. Ese anciano, los jóvenes, los vagabundos, todos parecen aprobar mi presencia, pero soy nuevo. Un simple pintor venido a menos, un ratero, un vagabundo.
A pesar de que nunca he estado aquí, todos parecen conocerme perfectamente. Me aceptan. En cualquier otro lugar de la ciudad hubiese tenido que rendir cuentas, pero no aquí.
Alguien dijo alguna vez “Cuando se es pobre, dan lo mismo tres reales más o menos”. Y es cierto.
Todo el mundo se ayuda, la solidaridad de los desheredados.
El piano reinicia la Balada de Mackie el Cuchillero, allá fuera, en el mundo real. Me levanto, pero tengo que apoyarme en la pared. La cabeza me da vueltas, y siento ganas de devolver.
Levanto la taza del váter con gran velocidad, y devuelvo la comida del mediodía. Estaré enfermo, pues no he bebido. O quizá sea de la atmósfera insana. Una atmósfera muy cargada, demasiado cargada. La cabeza me da vueltas y el suelo parece no sostenerme. Me agarro a la taza, y vuelvo a devolver.
Esta vez me siento mejor, me levanto deprisa, y abro la puerta. Ahora hay menos gente todavía.
Avanzo entre las mesas, paso al lado del mismo grupo de jóvenes, y me siento al lado de mi nuevo amigo.
Estoy pálido, me dice. Le contesto que me encuentro bien, que no se preocupe. Me dice que si me puede pedir un favor, ha alquilado una habitación en el local, pues mañana se va a Suiza, a petición de su sobrina, quien le ha pagado el viaje. El problema es que el grupo de jóvenes parece haberse enterado de que es judío y, al parecer, quiere que pase con él la noche. A cambio, me dice, me podré ir con él a Suiza, a casa de su sobrina.
Acepto.
Me abraza, y en ese momento siento un regustillo amargo en la boca, mientras mi mundo se confunde en una maraña de sombras y luces. La luz del local proyecta unas sombras fantasmagóricas, y las risas y griterío del ambiente entran en mi cabeza de forma punzante. Siento un golpe, y el ruido de un objeto al caerse al suelo. La gente corre a mi alrededor, lo hacen de una forma cómicamente lenta.
Abro los ojos, y me encuentro en una mullida cama, a mi lado están el anciano y un joven que aparenta tener un gran potencial físico. Me dicen que me he desmayado, y que entre los dos me han traído a la habitación del anciano.
Me incorporo y miro a mi alrededor, hay una cama más, una mesilla de noche y dos sillas, en frente de una ventana.
De eso han pasado dos horas, dicen. El anciano me dice que ha convencido al muchacho joven para ayudarlo, y a él lo llevará a Suiza, pues su sobrina acaba de enviudar, y el marido le ha dejado una gran herencia.
Les digo que no se preocupen por mí, que estoy bien, que sólo necesitaba descansar. Consienten, y el anciano se acuesta en su cama.
Me vuelvo a acostar, y cierro los ojos. Lo último que recuerdo, antes de abandonarme al sueño, es al muchacho joven sentado en la mesilla, bebiendo de una botella, mientras se oye el dulce susurro de la música de la sala principal. Entonces me doy cuenta de que debo preguntar por el grupo de jóvenes, pero me da pereza, lo haré, debo hacerlo, pero un poco más tarde, además, debo encontrar las palabras, las palabras adecuadas, y fuerza para pronunciarlas.
Y me duermo. No es un sueño tranquilo, no es un sueño reparador. Es aquel sueño que todos tenemos.
El de la impotencia. El de sentir que tu cerebro gestiona todo lo que tienes que hacer, da las órdenes necesarias, y sin embargo no haces nada.
Mientras el enemigo se acerca.
A veces te mueves, otras, simplemente no lo consigues.
En mi experiencia personal, diré que nunca me llegó a tocar mi enemigo, pero me consta que hay personas a las que sí. Personas que no despertaron a tiempo.
Me despierto cuando un grupo de hombres jóvenes entra en la habitación, corriendo, y haciendo gran estrépito. Sacan al anciano de la cama, y al muchacho joven, y se los llevan fuera.
Entonces vuelvo en mí mismo, y me doy cuenta de que probablemente esos sean los jóvenes del Partido Nacional Socialista, y de que se habrán llevado al anciano para torturarlo, o lincharlo.
O matarlo.
Mi mente se llena de imágenes, a cuál más morbosa y escabrosa, y me levanto y me calzo a gran velocidad. Bajo corriendo las escaleras, y llego a la gran sala. En ella ya no hay nadie, y las luces están apagadas. Tropiezo con una mesa, armando gran estrépito, pero ya no importa.
Abro la puerta, y el aire frío me da la bienvenida más tétrica y fría de toda mi vida. Me giro, y sólo puedo divisar a un grupo de siluetas empujando a una silueta más baja y esquelética que las demás, como jugando con ella a la pelota.
Me acerco más, y me doy cuenta de que las siluetas van armadas con navajas, y que cada vez que se pasan a esa siluetita indefensa, se las clavan.
Y ríen, sus risas se confunden con los gritos de agonía de la silueta que hay en medio, ríen y bromean animadamente.
Los tiempos cambian.
No puedo hacer nada, me quedo apoyado contra la pared, mientras, sobre el paisaje azul oscuro, casi negro, se recorta tan espeluznante espectáculo.
Las siluetas siguen así mucho tiempo, hasta que en un momento dado, la silueta delgada cae al suelo, en ese momento, le pegan patadas, hasta que se hartan, y lo abandonan.
Estoy en el suelo, ahora me doy cuenta, me he sentado en el suelo, por no poder soportar la escena.
Una parte de mí me dice que no lo podría haber salvado, pero la otra me dice que debería haberlo intentado, pero ya no puedo hacer nada.
Las nubes de carbón cubren el cielo, y yo sigo sentado, esperando a que las fuerzas vuelvan a mí. Miro hacia delante, y sólo veo una calle desierta, con una silueta oscura tumbada en el suelo. Casi parece dormida, desde este punto de vista, casi parece que ha tenido una muerte plácida. Uno casi puede olvidar el espectáculo presenciado.
Menos mal que no me vio, pienso, y me lleno de vergüenza. Quizá sí lo hizo, quizá se preguntó por qué no hacía nada.
Quizá, antes de morir, me vio, y un rayo de esperanza le iluminó el rostro. Quizá pensó que correría hacia él y que lo salvaría, al fin y al cabo, ése era el trato, ¿no? Y en ese momento vería que me siento, que me caigo al suelo, y que no pienso hacer nada. Entonces, seguramente, una triste comprensión le invadirá la mente, y hará acopio de toda la resignación que pueda, y se enfrentará a la muerte, ante mis ojos.
Quizá no. Quizá no se dio cuenta, o estaba demasiado ocupado encajando las puñaladas. Quizá demasiado chocado, demasiado asustado como para darse cuenta.
No lloro, ni se me pasa por la cabeza. Estoy demasiado sorprendido para hacerlo, los pensamientos fluyen con frialdad por mi cabeza.
Y entonces me doy cuenta, ha muerto alguien, una persona que me había aceptado y me había tratado como a un amigo sin conocerme, alguien que me quería ofrecer una vida mejor, y para ello sólo tenía que protegerle una noche. Alguien que me ha tratado como a un igual, y ha compartido conmigo su sabiduría.
Y me da igual, mejor él que yo, pienso.
Todo el mundo se ayuda, la solidaridad de los desheredados.
¿Durante cuánto tiempo fue así?, me pregunto. ¿Esos tiempos ya han pasado? ¿O quizá siempre fue así, oculta bajo la máscara del Romanticismo? Quizá sólo lo idealizamos mucho, quizá siempre fue así.
Los tiempos cambian. ¿Y si no fuese así? ¿Y si, simplemente, nada cambiase, salvo nuestra percepción? ¿O quizá las cosas nos son reveladas a su debido tiempo?
O quizá no.
Por fin me levanto, y avanzo hacia la silueta oscura del que había sido mi amigo, y lo miro fijamente. Está irreconocible.
No lloro, ni se me pasa por la cabeza. Simplemente le registro el abrigo, en busca del billete hacia Suiza, y algo de dinero. Hurgo entre su gabardina empapada en sangre, y por fin encuentro un sobrecito que contiene los billetes.
Abro el sobre rezando para que los billetes estén intactos, y, gracias a Dios, lo están.
No me siento culpable, ningún hombre escoge la forma de morir, y yo no lo maté. Me meto los billetes en el abrigo, junto con algo de dinero, por las molestias.
En este momento recuerdo al muchacho joven. Habrá huido, seguramente. Pero puede volver y reclamar lo que también debería ser suyo, incluso podría decir que yo lo maté.
Subo corriendo a la habitación, a buscar mi carpeta de dibujo, mi lápiz, y mis cosas. Se me acaba de ocurrir que la escena bien podría ser un bonito cuadro.
Paso por la cocina y cojo un pequeño cortaplumas que veo encima de la mesa, y me lo guardo en el abrigo.
Una pareja de ancianos, los dueños del local, sale a mi encuentro, y me pregunta que qué ha pasado. Nada, les digo, una simple pelea entre borrachos. Me invitan a una copa, a lo cual acepto con gusto, es la primera copa en una semana.
Me siento en una de las mesas, con la copa, y bebo. Luego me levanto, y me dirijo a la salida.
Salgo, y la gélida brisa me vuelve a dar la bienvenida. Las campanas de alguna iglesia dan la hora. Deben ser las cuatro o las cinco.
Me siento en el mismo lugar donde estaba recostado, y dibujo un rápido croquis de la escena. Tengo cosas más importantes que hacer, pero sigo siendo pintor.
Me levanto y comienzo a recorrer las calles, en busca del muchacho joven. El sonido de mis zapatos al chocar contra el suelo me resulta reconfortante, es el único sonido que se puede oír.
El suelo está oscuro, y la única luz es la de las hogueras de los vagabundos, ya todos dormidos.
Debo coger a ese muchacho, debo eliminarlo. De repente me asusto al pensar así, no debe tener más de dieciséis años, es demasiado joven.
Pero no por ello más estúpido, los tiempos lo requieren, me digo.
Sigo recorriendo las calles, en busca de este muchacho. Al menos ahora ya sé qué es lo que busco, lo demás es irrelevante.
Lo único que oigo a mi alrededor es el sonido de mis zapatos. El mismo gato de antes pasa por delante mía, pero ya no se acerca a mí, sólo me rehuye, me evita.
De repente, algo rompe la monotonía de mis pasos, oigo a alguien correr detrás mía, viene hacia mí.
Casi no tengo tiempo a reaccionar, algo se me echa encima, y me abraza. Es el muchacho, está llorando. Se me abraza como si fuese lo único que le queda en el mundo. De hecho, quizá lo sea.
Lo miro de hito en hito. Entonces me doy cuenta de que es incluso más joven, tendrá unos catorce años. No le ha crecido aún pelusilla en la cara, y no habrá besado unos labios en su vida.
Me mira como si fuese la única persona que le queda, con los ojos llenos de lágrimas. Le sostengo la mirada.
Es demasiado joven, pienso.
No sé si debo hacerlo, no sé si es tan importante. Sus ojos están llenos de inocencia infantil, y entonces saco el cortaplumas y se lo clavo en la garganta, apartándome al mismo tiempo.
El niño queda en el suelo, revolviéndose, con sus ojos mirándome. No los soporto, me miran, esos ojos infantiles.
Debía hacerlo, me hubiese quitado dinero. Además, le hago un favor, ahorrándole todo este mundo de mierda.
Y sus ojos me siguen mirando, preguntándome el porqué de mi actuación.
Le pego una patada a la cara, para que mire a otra parte.
Intenta gritar, pero la herida en la garganta se lo impide. No puede respirar, y se va dando cuenta de que está cada vez más empapado de sangre.
Se da cuenta de que se muere, e intenta agarrarse a la vida, intenta mantenerse lúcido. Las contracciones son cada vez menos intensas.
Y deja de moverse.
Saco el puñal de su garganta, y la limpio con un pañuelo. Podría haberlo dejado vivir, haberlo abandonado.
Pero he optado por arrebatarle la vida, a un inocente, a un niño sin culpa.
No hay enamorados por estas calles.
Doy media vuelta, y me dirijo al local, a pasar lo que queda de noche. Mañana cogeré el tren hacia Suiza, y comenzaré una nueva vida. Le contaré a la sobrina del anciano parte de lo que ha pasado, y que ayudé a su tío.
Se lo creerá, sin duda, y podré olvidar todo este lío.
Camino, camino hasta que olvido qué he hecho, camino hasta olvidar mi nombre, y llego al local. Voy a la habitación, y leo los billetes. Son para las siete y media, y ahora son las seis.
No me da tiempo a dormir. Decido ir a lavarme, y mudarme de ropa.
Bajo las escaleras, estoy más fresco, y los sucesos pasados ya casi no me atormentan. Abro la puerta, y puedo observar cómo el sol comienza a alzarse por el este.
Los vagabundos siguen durmiendo, y yo recorro las calles.
Recorro las calles de esta pútrida ciudad mientras el alumbrado eléctrico zumba en mis oídos. Avanzo a paso veloz entre vagabundos ávidos de alcohol, entre damas de pequeña virtud y proxenetas, entre opiómanos. Avanzo entre lo más detestable de la sociedad. Entre delincuentes, asesinos, ladrones, violadores.
Llego a la estación de tren a las siete y veinte, y el tren ya ha llegado. Entro en el vagón, con los billetes en la mano, preparados. No es un vagón de primera clase, pero es cómodo. La luz entra por la ventana, y le confiere un aspecto más cálido.
Apoyo mi cabeza contra la ventana, para ver a la gente que se apila en la estación, allí están las esposas con sus maridos, despidiendo a amigos, familiares, allí están los estudiantes, los amigos de toda la vida, los novios. Allí están también el chico del pelo repeinado y sus compañeros.
Me piden los billetes, y yo los entrego de buena gana.
Oigo el silbato del tren, y el ruido de las calderas al ponerse en funcionamiento. No me toca compartir el vagón con nadie, y eso me gusta.
El traqueteo del tren me acuna, y me siento cada vez más completo, más tranquilo.
Avanzo, con la cabeza apoyada en la ventana, para sentir el traqueteo de la locomotora, entre valles verdes y floridos, y bosques frondosos. Cruzo ríos y diviso cordilleras.
Avanzo por la Alemania rural, la que parece no haber sentido la guerra, la otra Alemania, la Alemania inocente.
Inocente como aquel muchacho.
¿Moraleja?
Supongo que la moraleja es que la vida no se rige por las leyes escritas sobre el papel, está dirigida por los hombres, y algunos lo hacen según las leyes, y otros no. No es tan sencillo como te lo explican en el colegio, pero así es.
La moraleja puede ser que las acciones violentas sin sentido desencadenan en más acciones violentas sin sentido.
El odio genera odio.
La necesidad es mala.
La moraleja es que los malos suelen ser malos por culpa de acciones injustas de otras personas.
Que los tiempos cambian.
Puedes encontrarle cualquier moraleja a esta historia, o puedes no encontrarle ninguna.
Esta historia no tiene moraleja, son, simplemente, cosas que pasan.



Doch man sieht nur die im Lichte
Die im Dunjel sieht man nicht.

Pero, claro, sólo se ve a los que están a la luz
A los que permanecen en la oscuridad no se les ve.